jueves, 8 de enero de 2015

Bautismo de Jesús.

La elocuencia del silencio

            Acabamos de celebrar la fiesta de la Epifanía, con Jesús niño de menos de dos años, y de repente lo vemos ya adulto, en el momento del bautismo. De los años intermedios, si prescindimos de la visita al templo que cuenta Lucas, no se dice nada.
     Este silencio resulta muy llamativo. Los evangelistas podían haber contado cosas interesantes de aquellos años: de Nazaret, con sus peculiares casas excavadas en la tierra; de la capital de la región, Séforis, a sólo 5 kms de distancia, atacada por los romanos cuando Jesús era niño, y cuya población terminó vendida como esclavos; de la construcción de la nueva capital de la región, Tiberias, en la orilla del lago de Galilea, empresa que se terminó cuando Jesús tenía poco más de veinte años. Nada de esto se cuenta; a los evange­listas no les interesa escribir la biografía de su protagonista. 
            Para explicar este silencio se aduce habitualmente la humildad de Dios, capaz de pasar desapercibido tanto tiempo, sin llamar la atención, sin prisas por cambiar al mundo, a pesar de todo lo que tiene que decir. Esta interpretación es válida, y deberíamos sacar de ellas consecuencias personales que frenasen nuestras prisas y deseos de notoriedad. Pero quien viene del Antiguo Testamento percibe también otro motivo. Los grandes personajes que en él aparecen nunca son importantes en sí mismos, sino por lo que contribuyen al progreso de la historia de la salvación. De Abrahán, Moisés, Josué, Isaías, Jeremías, Ezequiel... nos faltan infinidad de datos biográficos. A veces conocemos detalles pequeños sobre su familia o infancia. Pero, en general, su biografía comienza con el momento de la vocación, cuando el personaje queda al servicio de los planes de Dios. 
            En el caso de Jesús se aplica el mismo principio, para subrayar la importancia capital del bautismo como experiencia personal que transforma totalmente su vida. Todo lo anterior, aunque nos sorprenda, carece de interés. Es ahora, en el bautismo, cuando comienza la «buena noticia». 

El bautismo de Jesús

            Es uno de los momentos en que más duro se hace el silencio. ¿Por qué Jesús decide ir al Jordán? ¿Cómo se enteró de lo que hacía y decía Juan Bautista? ¿Por qué le interesa tanto? Ningún evangelista lo dice. El relato de Marcos, el más antiguo, cuenta el bautismo con muy pocas palabras. Y ni siquiera se centra en el bautismo, sino en lo que ocurre inmediatamente después de él.

            En aquel tiempo, proclamaba Juan:
            ̶  Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.
            Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo:
            ̶  Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.

            Marcos destaca dos elementos esenciales: el Espíritu y la voz del cielo.
            La venida del Espíritu tiene especial importancia, porque entre algunos rabinos existía la idea de que el Espíritu había dejado de comunicarse después de Esdras (siglo V a.C.). Ahora, al venir sobre Jesús, se inaugura una etapa nueva en la historia de las relaciones de Dios con la humanidad.
            La voz del cielo. A un oyente judío, las palabras «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» le recuerdan dos textos con sentido muy distinto. El Sal 2,7: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy», e Isaías 42,1: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero». El primer texto habla del rey, que en el momento de su entronización recibía el título de hijo de Dios por su especial relación con él. El segundo se refiere a un personaje que salva al pueblo a través del sufrimiento y con enorme paciencia. Marcos quiere evocarnos las dos ideas: dignidad de Jesús y salvación a través del sufrimiento. En este sentido, es importante advertir que la vida pública de Jesús comienza con el testimonio de la voz del cielo («Tú eres mi hijo amado, mi predilecto») y se cierra con el testimonio del centurión junto a la cruz: «Realmente, este hombre era hijo de Dios» (Marcos 15,39).
            El lector del evangelio podrá sentirse en algún momento escandalizado por las cosas que hace y dice Jesús, que terminarán costándole la muerte, pero debe recordar que no es un blasfemo ni un hereje, sino el hijo de Dios guiado por el Espíritu.

Los tres testigos: el Espíritu, el agua y la sangre (2ª lectura)

            La idea de la salvación a través del sufrimiento la encontramos también en la segunda lectura. Hablando de Jesús, dice: «Es el que vino con agua y sangre: no sólo con agua, sino con agua y sangre.» Clara referencia al bautismo y a la muerte.
            Al mismo tiempo, la lectura ha sido elegida por la referencia al Espíritu, que da testimonio de Jesús.

Todo el que cree que Jesús es el Mesías, es hijo de Dios; y todo el que ama al Padre ama también al Hijo. Si amamos a Dios y cumplimos sus mandatos, es señal de que amamos a los hijos de Dios. Pues el amor de Dios consiste en cumplir sus mandatos, que no son gravosos. Todo el que es hijo de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. ¿Quién venció al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Es el que vino con agua y sangre: no sólo con agua, sino con agua y sangre. Y el Espíritu, que es la verdad, da testimonio. Tres son los testigos: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres concuerdan. Si aceptamos el testimonio humano, más convincente es el testimonio de Dios.

Nuestro bautismo (1ª lectura)

            El bautismo de Jesús es un momento ideal para reflexionar sobre nuestro bautismo. Al parecer, eso es lo que pretendieron quienes eligieron la primera lectura. Demasiado larga para una misa (la mayoría de la gente no se enterará de nada), se presta sin embargo a una lectura tranquila en privado. Divido el texto en cuatro partes, con brevísimo comentario.

            1. Nos ayuda a vernos como personas con hambre y sed, que intentamos saciar con productos caros e inútiles, sin buscar el verdadero alimento.

¡Atención, sedientos!, acudid por agua, también los que no tenéis dinero: venid, comprad trigo, comed sin pagar, vino y leche de balde. ¿Por qué gastáis dinero en lo que no alimenta?, ¿y el salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos, y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos.

            2. El bautismo nos transmite las antiguas promesas y la alianza establecida por Dios con David. Nosotros somos el pueblo desconocido que corre hacia el Señor.

            Prestad oído, venid a mí, escuchadme y viviréis. Sellaré con vosotros alianza perpetua, la promesa que aseguré a David: a él le hice mi testigo para los pueblos, caudillo y soberano de naciones; tú llamarás a un pueblo desconocido, un pueblo que no te conocía correrá hacia ti: por el Señor, tu Dios; por el Santo de Israel, que te honra.

            3. Si no corremos hacia él, debemos convertirnos, cambiar de camino, buscarlo; él es rico en perdón y se dejará encontrar.

Buscad al Señor mientras se deje encontrar, invocadlo mientras esté cerca; que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes; que regrese al Señor, y él tendrá piedad; a nuestro Dios, que es rico en perdón. Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos ‑oráculo del Señor‑.

            4. Y esto, que puede parecer una ilusión imposible, se realizará porque la Palabra de Dios fecundará nuestra vida como la lluvia y la nieve hacen germinar la semilla.

Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los vuestros y mis planes de vuestros planes. Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.



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